La avenida llevaba cerrada toda la mañana, según me dijo el taxista. “Están protestando por el agua, que sale muy sucia. Al menos aquí, todavía les cae”. En Iztapalapa, hay semanas enteras donde la colonia se queda seca, dice, mientras toma un desvío entre calles. Voy contando los desarrollos que se alzan en el camino, en distintas fases de surgimiento. Cuatro, dos de ellos ofrecen alberca. En el radio hablan del “Día Cero” que no llegó, ese 26 de junio en el cual una de las ciudades más grandes del mundo, la nuestra, se habría quedado sin agua: otro de tantos apocalipsis vaticinados a los que los chilangos estamos tan acostumbrados.
Decía Carlos Monsiváis que la Ciudad de México vive a la inminencia del desastre, siempre un proyecto inacabable de construcción. Del sueño virreinal al proyecto porfirista, la historia de nuestra ciudad se ha apuntalado en el saqueo de tierras y recursos, en la mano de obra esclavizada, en el orgullo estético del derroche, en el progreso que “no es sinónimo de civilización, sino de poder perfecto”.
En la introducción del libro La planeación urbana en las ciudades de América Latina, una de las herramientas para una sociedad más justa, el arquitecto Camilo Espitia plantea la pregunta: ¿por qué es importante planificar ciudades que sean justas? Pensar en términos de justicia cuando se habla de la ciudad es complejo. ¿Quién tiene derecho a la vivienda? ¿Quién puede tener agua? ¿Quién merece existir en una urbe masiva donde cada construcción parece diseñada para hacernos vivir, en palabras de Monsiváis, “temiendo perder el mínimo espacio que la ciudad concede”?
Hoy, América Latina es la región más desigual del mundo, con uno de cada cinco habitantes viviendo en la pobreza. También es la zona de mayor urbanización: de 1950 a 2010, la proporción de personas que residen en ciudades aumentó de 30% a más de 85%. Revisemos más números: alrededor de 25% de toda la población urbana habita en barrios marginales, sin acceso a servicios básicos. Tres cuartas partes de las viviendas nuevas son informales.
En este escenario, nos dice Camilo Espitia, la planificación urbana basada en la justicia social es el primer paso para abordar la profunda desigualdad. A través de políticas y prácticas que promuevan la equidad, la participación comunitaria, la sostenibilidad ambiental y el desarrollo inclusivo, las ciudades pueden transformarse para reducir las desigualdades y garantizar el acceso igualitario a los recursos y servicios.
En su libro, Espitia escoge como casos de estudio a seis ciudades latinoamericanas que han decidido abordar un problema de desarrollo urbano con una perspectiva de justicia social. En Bogotá, por ejemplo, el Plan de Ordenamiento Territorial y la creación del Área Metropolitana buscan mejorar el acceso al transporte, la educación y el empleo, y así romper las barreras de zonificación que históricamente han limitado la movilidad social. Lima, por otro lado, lucha contra la contaminación aérea al adoptar estrategias de reforestación y control de emisiones para mejorar la calidad del aire, especialmente en las áreas vulnerables.
Santiago, en Chile, es un ejemplo pionero en la promoción de energías limpias para reducir la dependencia de combustibles fósiles. En la ciudad se han implementado políticas para fomentar el uso de energías renovables y mejorar la eficiencia energética, lo que ha contribuido a la reducción de la desigualdad a través de una mayor accesibilidad a la energía sostenible.
Otro importante ejemplo es Buenos Aires, en Argentina, donde las continuas crisis económicas ponen en juego la seguridad alimentaria de sus habitantes. La agricultura urbana se ha promovido como una solución para garantizar el acceso a una alimentación nutritiva, particularmente en comunidades de bajos ingresos.
Otra brecha social de importancia, la digital, es el tema de estudio en Medellín, Colombia. En Latinoamérica, solo 45% de la población tiene acceso a Internet. Aunque a primera vista puede parecer que la brecha digital carece del impacto vital de las problemáticas alimenticias o de vivienda, está intrínsecamente conectada al desarrollo. Medellín ha implementado proyectos para mejorar la conectividad en las zonas más desfavorecidas y así ha fomentado el desarrollo económico inclusivo.
La Ciudad de México, por supuesto, está incluida en el listado. Y el tema de estudio es el agua: ¿cómo es que una ciudad construida sobre lagos está muriendo de sed? El problema es complejo y así lo aborda Espitia, pues analiza ángulos que van de lo histórico a lo político, de lo económico a lo ambiental, del difícil acceso al agua en las zonas marginadas a las inundaciones cada día más frecuentes.
El libro de Camilo Espitia es esperanzador. Trata de la resiliencia innata de Latinoamérica, de la capacidad de transformarse y unirse en proyectos de nación. Habla, también, de la bondad. “La fortaleza de una ciudad no se mide por su valor económico o por su número de destinos turísticos, sino por la capacidad de ser un lugar que pertenece a todos […] Esa bondad, la de una ciudad para todos, solo puede existir si cada persona es vista como un igual”.
Imaginemos, pues, una urbe que es de todos. Una ciudad bondadosa, justa, equitativa. Un poco de la mano con lo que decía Monsiváis sobre la capital y sus capitalinos: “una ciudad con signo apocalíptico habitada por quienes, en su conducta sedentaria, se manifiestan como optimistas radicales”.
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