El marketing aspiracional es ahora “inspiracional”

Hace no mucho tiempo, sin duda ya entrados en el siglo XXI e incluso un poco antes, el marketing y la publicidad tomaron una ruta distinta a la que habían seguido por décadas, es decir, anunciar, promover y vender productos mediante comerciales simples y directos donde el enfoque estaba, precisamente, en el producto y sus características y no mucho más; el mensaje era “compra” y la comunicación se daba de manera unidireccional a través de un spot en la tele o la radio, o un print en revistas y el periódico (¿los recuerdan?).

En fin, con la llegada del nuevo milenio y el adviento de frescos e innovadores medios de comunicación como los smartphones, las redes sociales, el email, los SMS y, por supuesto, internet, los anunciantes tuvieron que cambiar/evolucionar sus estrategias para no solo llamar la atención de un público cada vez más informado y bombardeado por publicidad en todo segundo, sino también hacer que su marca sobresaliera en un panorama altamente competido y globalizado.

Bombardeo en redes sociales.

La solución a esto fue el marketing aspiracional, es decir, la implementación de mensajes patrocinados, product placement y, prácticamente cualquier tipo de contenido publicitario endosado por una celebridad (o modelo o personaje extremadamente atractivo) que llevara al mortal promedio a enamorarse del producto, no por sus bondades, sino por la imagen de “éxito” y glamour proyectados por la marca. 

Los rizos de Bárbara Mori aprueban este shampoo

De Rihanna en las campañas de Puma y Matthew McConaughey manejando un Lincoln, hasta Pedrito Sola anunciando mayonesa McCormick Hellmann’s, a través del marketing aspiracional se buscaba construir la idea de la marca “premium” y vender la ilusión de que tomando Pepsi seríamos tan populares y cool como Michael Jackson. Y aunque el patrocinio de celebridades continúa siendo una práctica común en el mundo de la publicidad –basta con ver las decenas de comerciales protagonizados por Stephen Curry y Chris Paul– hoy en día la estrategia es no romantizar esos mensajes ni prometer la luna y las estrellas en una bolsa de Doritos, sino centrar la comunicación en un plano más “realista” y empático, o inspiracional.

Anuncio de Taylor Swift.
No estamos en el mismo barco

En medio de una crisis económica y sanitaria, cuando la mayoría de las personas buscan sobrevivir y no gastar millones en lujos innecesarios; cuando casi todo el mercado se compone por consumidores 2.0 (o hasta 3.0) con acceso a todo tipo de información en cuestión de segundos; cuando la pandemia de COVID-19 nos demostró que –definitivamente– no estamos todos en el mismo barco, y que mientras unos pasan su confinamiento y la actual recesión con toda comodidad en sus mansiones, otros tenemos que lidiar con la subida del precio de las tortillas; hoy no necesitamos anuncios derrochadores (que además se pueden saltar con VOD o evitar mediante streaming), sino información real, fidedigna y consejos que nos presenten los verdaderos beneficios de un producto, en lugar de quién lo usa y a qué isla griega lo llevó.

“Ser demasiado ‘aspiracional’ es ahora considerado casi repulsivo por la generación Z, quienes en respuesta han optado por usar plataformas como TikTok” –Geraldine Wharry, pronosticadora de tendencias.

Una invitación a comer pizza.

Hoy las marcas se inclinan por los influencers como voces autorizadas para comunicar sus mensajes de una manera (hasta cierto punto) más auténtica y natural, pues es más fácil relacionarse con una persona de la misma edad, viviendo en condiciones similares, que usa un producto en su vida cotidiana porque realmente cree y confía en él. 

La publicidad actual no debería presionarnos a “ser mejores”, a vivir como millonarios, a ser populares y carismáticos, cuando la realidad es que todos hacemos lo que podemos por sobrevivir, damos nuestro mejor esfuerzo por simplemente existir y llevar una vida tranquila y en paz, y si ese producto nos ayudará a ahorrar dinero o a hacer feliz a nuestra familia, pues eso es más que suficiente.

De quinceañeras de 30 años y otras curiosidades II: No es lo mismo fanáticas locas que 15 años después

(continuación de la primera parte)

Sí. Indudablemente el miércoles 24 de junio de 2015 fue un día especial porque fui a un concierto especial: uno que era parte del gran regreso de los Backstreet Boys a México. Y como bien lo dije en el post anterior, salí encantada.

Lo único que hubiera cambiado sería el lugar donde estaba. La verdad es que hasta que no estuve ahí, otra vez, en el mismo recinto que ellos, no pude constatar cuánto deseaba verlos más de cerca. Casi casi como cuando tenía 15. O 16 o 17 o 18.

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Para el caso, han pasado 18 años desde que supe de los chicos por primera vez, cuando tenía 14, y ya había entrado a la prepa. Curioseando en mi tienda de revistas favorita, los vi en la portada de una de esas publicaciones norteamericanas que llamaban mi atención sobre todo y hasta entonces por Leonardo Di Caprio, el galán de Titanic. Ni siquiera eran la foto principal, pues aparecían en una más pequeña junto a una de las orillas. Recuerdo que el nombre del grupo y sus outfits (jerseys de equipos de hockey y pantalones aguados) me llamaron la atención, me parecieron muy originales. Era 1997 y ese verano lo había pasado escuchando a las Spice Girls, por lo que un conjunto de “boys” no me venía nada mal. Recuerdo que desde el primer instante, Nick llamó mi atención y me pareció guapo. Quizá por su parecido con Di Caprio en aquella época. Rubio, ojos azules, cara de niño. Desde entonces, mi pobre madre firmó su sentencia de padecer con una hija adolescente loca y “fan from hell” durante cinco años. Nunca fui fiestera, ni me emborrachaba ni me drogaba, así que supongo que esto fue el sustituto de todas aquellas tentaciones “normales”. Así que sí, ella y un par de tías fueron las que más sufrieron mi obsesión. Yo en cambio, la gocé hasta más no poder.

En ese entonces no se sabía mucho de los chicos en México, así que me dediqué a hurgar en todas las revistas gringas que pude (y a comprarlas, por supuesto) donde los veía: Bop, PopStar!, Tiger Beat, Teen, Seventeen, Teen People, Cosmo girl (superoriginales los nombres, por cierto, pero así fue cómo empecé a aprender inglés)…  Y cómo olvidar el must, Super Pop, que no era gringa, pero sí española; y que aunque llegaba con seis meses de retraso, no me importaba pues siempre, siempre, traía a mis ídolos en la portada. Era incluso lo que pedía cuando alguno de los amigos de mi mamá viajaba a España: la Super Pop del mes. Dios.

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En fin cuando el país se puso al corriente y se empezaron a escuchar en la radio y se escribían artículos acerca de ellos en las publicaciones nacionales, la horda de fans mexicanas no se hizo esperar. Pero para entonces yo ya les llevaba ventaja y, como buena quinceañera temperamental (¿eso no es pleonasmo?) que se precie de serlo, me molestaba que ahora todas se fijaran en los BSB y en mi Nick. Sentía que yo tenía más derecho a ellos (lo que sea que eso signifique); privilegios por antigüedad, supongo.

La primera vez que los vi en vivo estaba superlejos. Más lejos de lo que estuve en el Auditorio Nacional la semana pasada. La primera vez sólo dieron dos o tres conciertos en el Foro Sol de la Ciudad de México. Y ya. Era marzo de 2001 y yo tenía 17 años. Sufrí para comprar los boletos porque, antes, la internet no daba para eso y uno tenía que llamar por teléfono. Obviamente, las líneas estaban saturadísimas. Y cuando por fin logré que me contestaran todos los boletos se habían acabado, excepto los de hasta atrás. Yo quería comprar los de hasta adelante, mis amigas también, mi mamá me había dicho que sí… pero no tuve suerte. Esta vez, pasó algo similar (los boletos para los lugares que quería —en medio— se agotaron rápidamente; claro, esas mismas quinceañeras que me los ganaron en 2001 son las mismas treintañeras que me los ganaron ahora); aunque a decir verdad, tampoco me esforcé mucho porque tampoco me interesaba tanto, como antes, estar en primera fila. O al menos eso era lo que yo pensaba. Y eso que esta vez, sí quedaron boletos disponibles, pero justo ese mismo día, no iba a pagar 1,500 pesos. Mi yo adulto se impuso.

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Las diferencias entre aquella época y ésta son notorias. Los seis (Nick, Brian, Kevin, Howie, AJ y yo) éramos catorce años más jóvenes y la adrenalina se vivía diferente. Se presentaron en un lugar mucho más grande. Las fans (que ahora son treintañeras con responsabilidades, en su mayoría) estaban locas y tenían más energía y más tiempo, como yo, para seguirlos, esperarlos, acosarlos. Me aposté afuera de su hotel durante dos días con la esperanza de que salieran a saludarnos, y con suerte me firmarían autógrafos y recibirían mis regalos. No funcionó. Me quedé un poco descorazonada porque no logré mi cometido, ni en el concierto, ni fuera de él. Pero ahora recuerdo esos momentos con cariño. Sobre todo porque los compartí con mi mamá.

La segunda vez que los vi ha sido la vez que más cerca los he visto. En San Antonio, Texas, unos meses después de que se habían presentado en el Foro Sol. Viajé en un tour con una excompañera de la universidad (sí, ya había entrado a la universidad) y su familia. Esa vez, con toda la adrenalina a lo que daba, los pude medio ver de lejos en sus autobuses y más de cerca en el concierto. Vi también a su protegida de entonces, Krystal Harris, una cantante que pasó sin pena ni gloria, y a la que me tocó ver antes del espectáculo firmando autógrafos. Como llegamos hasta el final (a los autógrafos), el de seguridad ya no nos dejó pasar a formarnos y le pedí que le entregara una bolsa con obsequios para ella y para los chicos. No sé si los recibieron. Me gusta pensar que sí. Los asientos no nos preocupaban tanto porque estaban numerados, y además, el Alamodome no era un lugar como el Foro Sol.

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Las diferencias con respecto a esta vez siguen siendo enormes porque, evocando la época, no puedo creer que haya ido a dos conciertos en un año. Y que en el segundo me acerqué al escenario considerablemente. Además, también los estalqueé en su hotel… sin éxito, pero fue divertido. Ahí conocí a una niña que también los quería ver. Era de Brownsville y entendía un poco el español, pero yo le hablé en inglés. A los únicos que vimos fue a un par de bailarines. O al menos eso creíamos que eran. Lo mejor fue que pude practicar el idioma y me encantaba. Era la primera vez que iba a Estados Unidos y que estaba fuera de México; la verdad es que si no hubiera perdido mi dinero justo el día del concierto, todo hubiera sido maravilloso.

Ya no hago eso de esperar, corretear o perseguir. Fue bueno en su momento, pero esos días ya pasaron. Ya no tengo 14, 15, 16, 17 o 18 años.  Ahora lo único que tengo que hacer para tomarme una foto con ellos es gastar una pequeña fortuna, pero al menos tendré la seguridad de tener más probabilidades de conocerlos que si me quedo apostada frente a su hotel. Por un lado creo que las cosas, si bien son caras, son más fáciles ahora. Con toda la tecnología y las redes sociales a nuestro favor, es incluso más simple lograr que tus estrellas favoritas te manden un saludo, aunque sea como respuesta a un tuit.

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Antes había que comprar revistas y medio rebuscar por la incipiente internet información acerca de ellos, inscribirte a cuanto foro te encontraras, socializar por teléfono, por correo electrónico o por MSN con los demás fans para lograr estar en un club oficial que tuviera derechos por sobre el resto de la fanaticada. Era más complicado dar el gran salto porque todo era mucho más orgánico. Había que trabajar más para llegar al centro de la coraza con la que los protegían. ¿Cómo demostrabas que eras fan? Con toda la parafernalia que adornaba tu cuarto, tus cuadernos, a ti misma: pósters, fotos, carteles, discos normales, sencillos o de colección (por supuesto, cds o cassetes; nada de Spotify o Apple Music), playeras, aretes, anillos, muñequitos, todo, todo, todo lo que se pudiera. Comía, bebía y respiraba Backstreet Boys. Cuando salía, los escuchaba en un discman. (Me acuerdo perfectamente de la fecha exacta del lanzamiento mundial de Millennium, su álbum más exitoso: 18 de mayo de 1999.) Me conectaba a internet mediante una línea telefónica para poder saber lo más reciente y no existían las redes sociales donde ellos pudieran verter una opinión propia y fidedigna: todo eran rumores, siempre. Y una sufría. No se permitía entrar con cámara a los conciertos, así que una se las tenía que ingeniar. Y guardar en la memoria propia, no en la de un celular, todos los momentos vividos y las canciones escuchadas.

Por otro lado, creo que hubiera sido una combinación fatal. No sé si yo como adolescente loca hubiera sobrevivido al exceso de y al fácil acceso a la información que existe ahora. Si de por sí, como “adulta responsable”, a veces me cuesta un poco de trabajo… No quiero pensar qué hubiera pasado si los chicos hubieran tenido cuenta de Twitter o de Instagram entonces…

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Me gusta recordar esos tiempos, eran buenos, fueron buenos, los disfruté y pasé muchos momentos lindos. Conocí mucha gente e hice amistades, gracias a mi fanatismo loco, que hasta la fecha han perdurado. Aprendí mucho, aproveché mi adolescencia como adolescente y no me arrepiento de ello. Al contrario. A pesar de que nunca cumplí entonces mi sueño de conocerlos, abrazarlos y tomarme una foto con ellos.

Sin embargo, ahora tengo todo a mi favor: mi treintena de años me da más experiencia e independencia económica y emocional. Si lo deseo (ahorrando, claro), puedo comprarme un boleto al crucero Backstreet un buen día de estos y así, por fin, cumplir mi sueño de adolescencia. Y no me olvidaré de invitar a mi mamá. 🙂