Advertencia: Quizá, como en alguna ocasión anterior, mi opinión no sea muy objetiva, pues debo confesar que esto es un placer particular —y no tan culposo— .
Entonces empiezo. Los últimos tres años pasados las noches de San Juan han estado llenas de sorpresas para mí. Y éste no fue la excepción.
Hace casi un par de décadas, cuando era una adolescente, estaba irremediablemente obsesionada con la más grande boy-band de esos tiempos: los Backstreet Boys. Sí, era una de tantas. Después, la obsesión se fue diluyendo a medida que yo crecía y que encontraba otros y mayores intereses. Y hace un buen tiempo ya, volví a enterarme de sus vidas, de lo que estaban haciendo; en resumen, tampoco les perdí la pista y siempre supe que, a lo mucho, sólo se tomaron si acaso una pausa de un par de años, pero seguían grabando álbumes y haciendo giras, si bien ya no con el éxito abrumador de antaño. Y que uno de ellos se retiró por más tiempo dejando a la agrupación incompleta, pero viva. Luego, se juntaron por fin los cinco, grabaron lo que ahora es su más reciente álbum y hasta hace unos días se encontraban todavía en una gira alrededor del mundo, la cual duró dos años. El fin de semana del 19 de junio de 2015 regresaron a México. Dieron un total de seis conciertos en el país. El miércoles pasado fui al tercero de ellos. Y la verdad es que sobrepasó mis expectativas.
Y no porque dudara de los chicos, de su música y de todos los recuerdos que me vendrían a la mente al escucharlos, sino que realmente no esperaba que me fuera a emocionar tanto y tan genuinamente. Por supuesto que sabía que eso pasaría, pero no estaba segura a qué grado.
En fin, la emoción no me llegó hasta estando ahí, parada, en casi última fila, y después de que hubieron cantado un par de canciones. Estando ahí, parada, observando las pequeñas figuritas moverse con entusiasmo en el escenario que algún día de 2001 me quedó demasiado, demasiado, lejos (más que ahora), pensé en esto como un encuentro con un viejo amigo con el que hubiera tenido un gran crush en mis años de adolescente.
En primer lugar, el tráfico horrible de esta ciudad a las horas pico y un pequeño retraso nos hicieron llegar tarde al recinto donde se presentaron, por lo que mis acompañantes y yo llegamos cuando el concierto ya había empezado. Ellas, además, se quedaron comprando una botella de agua y yo subí corriendo a nuestros lugares en gayola. Alcancé a escuchar todo el alboroto y, por supuesto, sus voces, por lo que comprendí que me había perdido uno de los momentos más emocionantes de cualquier concierto: el inicio. Esa adrenalina que uno siente al apagarse las luces y saber que el artista va a aparecer en cuanto se vuelvan a prender, rodeado de los ansiados sonidos musicales, es una de las mejores sensaciones del mundo. Por lo mismo, porque me lo había perdido, me molesté, y para comprobar que, efectivamente, fuera cierto, le pregunté a uno de los empleados que si ya había empezado. Pregunta retórica que tenía la esperanza de no serlo. Él dijo: “Es apenas la primera melodía. Faltan veinte”, con una tranquilidad que me incomodó aún más, como del que otorga el premio de consolación. Y yo solamente hice un gesto de fastidio, pues que fueran a cantar veinte más no compensaba el hecho de que me había perdido la introducción, una de mis partes favoritas de cualquier concierto, película, evento en general.
Subí, me equivoqué de puerta, encontré la buena, subí más, me indicaron la fila, me equivoqué, me la volvieron a indicar, pedí permiso. Por fin había llegado. Me había perdido “The Call” y “Don’t Want You Back”. Que seguro empezaron a cantar cuando yo iba apenas caminando al Auditorio Nacional. Pero los tiempos de corretizas locas de quinceañera se acabaron, y además, francamente, pensé que comenzarían tarde. Luego siguieron con un par de las más nuevas (y desconocidas para muchas), “Incomplete” y “Permanent Stain”: la primera me emociona más o menos, la segunda, nada. Así que seguía medio fastidiada. Fue entonces que se me ocurrió la analogía.
Llegué tarde a la cita con mi amigo al que hacía más de diez años no veía y que solía superfascinarme. Estaba molesta por eso. Él me dijo que me tranquilizara, que no pasaba nada, que lo importante era que estaba ahí. Y eso se materializó en Nick Carter (mi favorito de siempre, el hombre más guapo sobre la faz de la Tierra para mi yo adolescente) diciendo que había tres reglas en el concierto: la primera, que nos volviéramos locas; la segunda que cantáramos mucho hasta estar roncas, y la tercera, que volviéramos a ser unas quinceañeras.
Parecería una futilidad, pero escucharlo me puso de buenas y medio me olvidé de que me había perdido el inicio, así que grité como en mucho tiempo no lo hacía. Entonces empezó lo bueno. Las primeras notas de “As Long As You Love Me” comenzaron a sonar, y fue entonces que obedecí completamente a Carter y volví a tener 15 años otra vez. Y así continué durante los más de 120 minutos que duró el recital del que salí mucho más que satisfecha. Feliz.