Por Susana Tamayo / Directora Editorial en 360
La boda del Príncipe Harry con la actriz norteamericana Meghan Markle – hoy los Duques de Sussex – ha despertado en nosotras – hablo por las mujeres, y algunos hombres, en mi entorno próximo inmediato – una nueva manera de mirar las historias de amor en las que por momentos o periodos muy extendidos dejamos de creer que en realidad existen, salvo, por supuesto las de Disney, con las que hemos crecido y por las que quizá ya habíamos perdido la ilusión.
En mi caso, aún recuerdo cuando los medios de comunicación explotaron tras la noticia de que Jennifer Aniston y Brad Pitt – la pareja perfecta y favorita de América – se separaban; era dificilísimo concebir que eso pudiera suceder, porque entonces ninguna de nosotras tendría siquiera una mínima esperanza por sostener una relación exitosa. Sí, sé que es exageradísimo, pero en enero del 2005 era la peor noticia para recibir el año nuevo.
Desde entonces – claro, desde muchas decenas de años atrás – los amores públicos de las estrellas de la farándula y de la realeza alimentan mes con mes los medios de comunicación y ahora las redes sociales; si bien no siempre resultan en éxitos rotundos, sí crean historias para reír, llorar, soñar y de vez en cuando envidiar, como esta de Harry y Meghan.
Con el feminismo y la figura de la mujer independiente, fuerte, valiente, aguerrida que no necesita que nadie “la rescate” – inevitablemente pienso en la princesa Peach atrapada en el castillo de Bowser esperando por Mario – también han llegado decenas de conceptos que anteponen la antigua institución social del matrimonio. No sé en qué momento una situación se ha peleado con la otra, en qué momento el amor, en cualquiera de sus formas quedó en medio de la línea de fuego. ¿De qué diablos estoy hablando?
Simple, la historia de Harry y Meghan nos viene a refrescar la memoria: una mujer independiente, trabajadora, inteligente sí puede ser una princesa, – en el fantástico sentido de la palabra por favor – enamorarse, encontrar a un “príncipe azul” y vivir felices para siempre. Sin que nada de eso ponga en riesgo la identidad, las creencias o los valores que defienda. Ser ruda y valiente está bien, pero también lo está hacer equipo con otro, permitir que cada uno cumpla con su rol como le venga en gana y por qué no: vivir una historia de amor, sea lo que eso signifique para cada uno.
Nota: este texto me parece, es resultado de una sobredosis de boda real, espero no herir susceptibilidades ni atentar contra los artículos de algún manifiesto feminista.