No recuerdo exactamente la fecha en la que regresé a vivir a la Ciudad de México. No recuerdo si era 9 o 12 de noviembre, o algún día entre éstos. Acababa de volver de Barcelona y ahora probaría fortuna en la inmensa capital mexicana. Escribo esto a modo de homenaje a todo el tiempo que pasé aquí: este año se hubieran cumplido tres, pero me faltarán un par de meses. De cualquier manera, me siento satisfecha. A lo largo de todo este periodo he tenido experiencias de todo tipo, he aprendido mucho, he conocido a tanta gente y tantos lugares, incluso, tuve la oportunidad de cruzar caminos con mi fiel compañera peluda a la que quiero montones.
Es la segunda vez que vivo aquí, aunque la primera sólo lo hice durante tres meses, tiempo insuficiente para conocer más o menos a fondo el lugar, pero suficiente para hacer conexiones adecuadas y saber cómo moverse por ahí, de manera funcional.
He vivido en cuatro casas/departamentos diferentes y en tres zonas distintas: siete meses en una casa de huéspedes en San Angel, once meses en un departamento en la Narvarte, otros dos en otro de la misma colonia, y en el actual, de la Del Valle, llevo un año y dos meses. En todos compartiendo con roomies/huéspedes.
Desde un inicio he sido usuaria activa del transporte público, pues no tengo auto. He tomado de todo: metro, metrobús, pesero, RTP, trolebús, tren ligero, taxis. Y ahora, soy fan de Uber. He trabajado como freelance para distintas editoriales y he tenido un par de trabajos de planta que en verdad me han gustado mucho. He conocido muchos lugares interesantes de todo tipo y sé que me quedaron muchos pendientes, pero también sé que siempre puedo volver. Asimismo, he conocido a mucha gente, también de todo tipo, y algunos se han convertido en grandes amigos. De todos he aprendido. Y de todas mis experiencias en la ciudad. Aquí he crecido en varios aspectos, además del físico, por supuesto. Aquí cumplí mis 30. Aquí aprendí que los temblores, aunque no son cosa de todos los días, sí son habituales e incluso algunos ni los sentí. He aprendido a moverme entre muchedumbres y a esperar y a hacer colas para muchas cosas. He aprendido a hacerme notar, si es que necesito algo. Aunque creo que nunca aprenderé a sentirme cómoda y a no impacientarme con el desorden urbano y con los apretujamientos y empujones. He aprendido a convivir con la temporada de lluvias a lo largo del año, pero sigo perdiendo sombrillas y nunca he comprado un par de botas ad hoc. Hace un par de semanas, me empapé de pies a cabeza por no ir preparada para el torrencial chubasco que duró unos cuantos minutos mientras caminaba por el Parque de los Venados. Y, desafortunadamente, la contaminación ha hecho algunos estragos en mis ojos, pero nada grave, por el momento. Aproveché la cercanía con ciertos estados y el hecho de que salen vuelos a todos lados desde aquí, e hice unos cuantos viajes: a Puebla, Veracruz, Cancún, Los Cabos. Una de las mejores sensaciones de vivir en esta ciudad es que uno da por sentado que lo encuentra todo. Y eso es, generalmente, verdad. Siempre disfruté de los paseos nocturnos en coche por Reforma.
Una de las mejores cosas que hice fue adoptar a Simona, mi hermosa gata, en un albergue de mi querida Narvarte: nunca olvidaré el momento en el que nos conocimos, ni sus ojitos anhelantes y sus maullidos como diciendo: “Llévame a mí”.
Y, por supuesto, aquí nunca hay tiempo para aburrirse, pero pasar los domingos en mi cuarto siempre fue también una buena opción.
Ahora me vuelvo a ir, después de tres años que se pasaron como agua. No tengo idea si algún día volveré a vivir aquí. Por el momento es tiempo de probar otros aires. Lo único que sí es seguro es que siempre recordaré mi etapa “chilanga” y esta caótica ciudad, con la que, invariablemente, tengo una relación de amor-odio. Y esos amores citadinos, nunca se olvidan.