Solemos pensar que, como la literatura es una expresión artística, el escritor se sienta a esperar a las musas y se pone a escribir cuando “la inspiración le llega”. Esto no pasa. O sí, pero en contados casos.
Para los hombres y mujeres que viven del oficio literario, escribir viene acompañado de horarios, rutinas, sudores, supersticiones, manías e inseguridades y la anhelada inspiración los alcanza trabajando. Aquí algunas costumbres de reconocidos escritores:
Más temprano que tarde
Levantarse temprano es más una regla que una excepción y lo que hacen la mayoría de los autores más premiados: Carlos Fuentes e Isaac Asimov empezaban todos los días a las seis, Ernest Hemingway y Susan Sontag al amanecer, Haruki Murakami y Silvia Plath a las cuatro de la mañana, Kurt Vonnegut a las cinco y media, William Gibson y Goethe a las siete, como parte de una larga lista.
Casos contrarios: Simone de Beauvoir se levantaba de malas y comenzaba a escribir hasta las diez. Roberto Bolaño, Honoré de Balzac y Charles Bukowski eran noctámbulos. Por último, Juan Carlos Onetti, quien solo trabajaba cuando las musas lo abordaban, pasó largos periodos de su vida acostado y leyendo novelas policiacas.
Andando y creando
No son pocos los escritores que dan largas caminatas. Puede que sea por gusto, pero estudios científicos revelan que caminar aumenta la producción creativa. Así que tal vez por eso Charles Dickens, Virginia Woolf, obert Louis Stevenson y otros autores caminantes escribieron tantas páginas durante sus carreras literarias. Y ni qué decir de Murakami, que condimenta su mínimo de seis horas diarias escribiendo como poseso con largas carreras.
Maniáticos
¿Cuál manía será más extraña? Gabriel García Márquez no podía concentrarse si no había en su escritorio un jarrón con una rosa amarilla. George Bernard Shaw se construyó una cabaña sobre un mecanismo giratorio para que el sol pudiera iluminar su ventana todo el transcurso del día. Victor Hugo escribió un par de novelas… desnudo, para no caer en la tentación de salir a la calle. Otro romántico, Friedrich Schiller, se inspiraba con aroma a manzana podrida. Había quienes exigían silencio absoluto y cero interrupciones para “dejar salir el genio”, como Juan Ramón Jiménez y Roald Dahl.
Pero quizá T.S. Eliot les ganó a todos al ponerse maquillaje ¡verde!, según él para mostrar un semblante cadavérico y demostrar que podía ser un escritor audaz y rebelde.
Supersticiosos
Se dice que Jack Kerouac todos los días antes de empezar a escribir, se ponía de rodillas y rezaba. Scott Fitzgerald —más que nada para justificar su alcoholismo— redactaba de noche bebiendo champaña. Ana María Matute jamás escribía de espaldas a una puerta. Hemingway no trabajaba sin tener a mano un amuleto, y es cierto que escribía de pie, pero no por supersticioso, sino para aliviar el dolor de una vieja herida en la pierna.
Revisar, revisar, revisar
Siguiendo con Hemingway, era un maniático de las revisiones y releía y corregía sus obras más de treinta veces. Patricia Highsmith consideraba las correcciones más importantes que la escritura en sí, y dedicaba las tardes a revisar y reescribir el trabajo de las mañanas. Simone de Beauvoir también pasaba unas horas al día solo revisando y corrigiendo. Murakami es tan obseso de las revisiones como de correr. Y así muchos otros.
Sean cuales sean los hábitos y las manías, lo más importante es no parar, sobre todo si se está en pleno desarrollo de una obra, o como lo hacía Ray Bradbury, que escribía a diario sin falta, sin importar el sitio o las condiciones de trabajo. Para él, eso significaba hacer lo que más amaba desde que el mago de una feria lo señaló con una espada de fuego y le dijo, “vive por siempre”:
“Descubrí que tal vez podía vivir por siempre si me convertía en escritor. Así que he estado escribiendo cada día desde esa vez en Tucson, Arizona. En los últimos 75 años nunca he dejado de escribir.”